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miércoles

El puente

Después de haberlo pensado mucho, decidió ir de madrugada, sin duda esa sería la hora en la que habría menos posibilidad de toparse con alguien. Aquello era algo meditado, nada de impulsos, no quería que nada quedase sujeto al azar, que algo pudiera salir mal, así que durante las semanas previas, estudió minuciosamente los siete puentes que cruzaban de orilla a orilla la ciudad. Eligió el menos concurrido, a sabiendas de que cumplía a la perfección con sus necesidades. Era alto, el río circulaba turbio y profundo bajo él. No había muchas más más que pedir.

Cuando llegó al extremo del puente y comenzó a caminar hacia su interior, lo vio. Al principio fue un shock, porque no esperaba encontrar a nadie allí a aquellas horas. La oscuridad era absoluta, apenas rota por la luz de luna que escapaba de entre las nubes. Estaba allí, enfundado en un gabán que podía ser el suyo y tocado con un sombrero con el que cualquiera los hubiera podido podido confundir. Estaba sentado en la barandilla, mirando hacia el río, y fumaba. Por un instante, dudó, y pensó en darse la vuelta, pero alguna atracción inexplicable lo llevaba hacia el centro del puente, hacia aquel hombre cuyas piernas colgaban en el vacío inmenso y que fumaba allí, impertérrito, sin apenas hacer caso de su presencia. Pensó que había visto aquella escena mil veces, en las películas, en los libros, incluso en su propia imaginación. Tipos desesperados de la vida que llegan hasta un puente de madrugada y simplemente se arrojan. Au Revoir. Ahí se queden todos. Y tipos que veían frustradas sus intenciones porque, oh casualidad del destino, llegaba alguien que, con emocionales discursos, los disuadían de aquellas ganas de abandonar. Los obligaban a volver al redil, a darse otra oportunidad.  Sabía que tal vez era ese su papel, le tocaba interpretar el discurso de la disuasión. Manejaba todas las escenas posibles, había oído mil alegatos, había visto mil caídas, pero en aquel instante, mientras se acercaba hasta aquel extraño que le resultaba tan familiar, se encontraba confundido. 

Cuando ya la distancia hizo inevitable el encuentro, carraspeó para llamar la atención del hombre, que, enfundado en su gabán, guareciéndose del intenso frío de aquella noche invernal, apenas giró su vista para mirarlo con desdén, sin sorpresa, y permaneció callado, como esperando que el extraño que había interrumpido aquel íntimo momento, tuviera algo más que decir.

Ya no puede uno ni suicidarse tranquilo, fue la siguiente frase que quebró el silencio de la noche.

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