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domingo

El viejo heladero

Fueron dos veranos en aquellos años locos de la Universidad. Sólo dos. Pero a veces las cosas no se miden con el tiempo. En el mes de abril descorría la persiana de un local desvencijado y en una semana ya tenía todo en orden, la vitrina llena de helados y su sonrisa sobre la impoluta bata blanca recibiéndote en la puerta, saludándote siempre al pasar: "qué tal pibe, ¿cómo le va? ¿todo bien? ahhh báaaarbaro"

Siempre tuve una inclinación hacia el acento porteño. En realidad, todos en aquel piso de estudiantes la teníamos, siempre lo achaqué a las estúpidas conexiones que establece a veces la vida. Tal vez por eso, aquel heladero con aspecto pulcro, siempre con su abundante pelo cano recogido bajo el gorro de trabajo, se convirtió en una especie de amigo. Bajábamos al caer la noche y tomábamos un heladito de dulce de leche, y él siempre terminaba viniendo a nuestra mesa y hablaba sin parar con aquel acento que tanto nos seducía.

Nos daba consejos, hacía bromas, hablaba con pasión de su país, no como un expatriado, no, hablaba como si en vez de en una recóndita plaza de Salamanca estuviéramos en el mismo Puerto Madero. Hincha de San Lorenzo, nos contaba historias del viejo Gasómetro, reía y reía, nos trataba con el mismo cariño que debía dispensar a sus nietos. Un tipo adorable que además hacía el mejor helado de Salamanca. Al tercer verano desapareció. El desvencijado local fue reformado por una de estas modernas peluquerías franquiciadas y a nosotros nos dio pena, y nos preguntamos donde habría ido a parar aquel tipo adorable.

Pasó el tiempo y la vida me llevó a vivir por un tiempo a Buenos Aires, allí recordé al viejo heladero y pensé que los argentinos se la pasaban huyendo de los sitios, que parecía como si hubieran sido dejados en el mundo para tratar de hablar y convencer pero sin aguantar mucho el discurso y largándose cuanto antes cuando la cosa empezaba a ponerse seria.

Los años enterraron mi recuerdo hasta que ayer, cuando ya han pasado más de veinte años y cualquiera diría que el heladero debería estar muerto, vi su foto en el diario. Vestido de militar, con su gorra blanca transmutada en una recia y marcial de color caqui. Con su sonrisa desaperecida y un gesto adusto, feroz, de guardián del patíbulo. Miré y remiré la foto para estar seguro de que era él pero no había duda de que aquel tipo que salía en el periódico con lo que a mí se me antojaba un disfraz era el viejo heladero de nuestros años de Universidad. No pude más que pensar en una de las frases que él repetía constantemente: "la recontra puta que lo parió. Esto no se puede creeeeer"

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