Fue mi primer sueldo. Trabajé de noches durante los meses de verano, no daba para mucho pero sí para lo suficiente. Aquel dinero lo destiné a lo que antes se llamaba con orgullo "hacerme socio del Atleti". Era un tiempo en el que vivir a cuatrocientos kilómetros del Calderón suponía un grave inconveniente, no existía Internet, y apenas las tarjetas. Aquello lo pagué con gran dificultad, con un giro postal desde la oficina de correos. Desde entonces, la espera interminable. Al tiempo llegó a casa una carta y dentro de ella un trozo de plástico enorme y horroroso (dirían muchos) que a mí me pareció el más bonito del mundo. Era mi primer carnet del Atleti. El pasaporte que abrió el viaje a un mundo nuevo. Hasta entonces, El Atleti había sido un sueño pegado a un transistor, el asiento de atrás de un simca mil, la voz de Hector del Mar o Gaspar Rosety cantando desesperadamente un gol. Con aquel carnet yo empecé a recorrer esa lejana e ínfima distancia que suponen cuatrocientos kilómetros cada quince días para que el mundo de los sueños se tornara en realidad. El olor del césped recién cortado, la grada vacía dos horas antes de empezar el partido, el rumor constante de un estadio con el que había soñado siempre. El portero agujereó poco a poco aquel primer carnet que será para mí, por encima de títulos y otras alegrías, el mejor recuerdo que tendré del Atleti.
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