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La pasión por el fútbol es un sentimiento irracional. A un punto es absurda, estúpida. Cualquier aficionado que se haya cuestionado los porqués sabrá de lo que hablo. Ser hincha del Atleti lo multiplica todo hasta hacerlo casi irrespirable. Todo es mucho más ilógico, si cabe. La victoria, la derrota, la emoción, la zozobra y sobre todo, la pasión. Cuando se juega un derbi, el factor multiplicador es recursivo. En un partido contra el Madrid se reúne todo, multiplicado hasta el infinito. La locura.
Entre la amalgama de sensaciones que despierta un derbi como el del pasado sábado es difícil discernir, analizar, porque esos partidos son todos tan iguales. Tan diferentes. Pero esta vez me olvidaré de todo lo que rodea al antes, durante, después del partido para llegar sin recordar nada más hasta el minuto once, en el que un balón cae de la derecha y se produce la imagen mil veces pensada, la escena soñada hasta el aburrimiento. Lo vi de frente, no de perfil como se vio en la televisión. Yo lo vi de frente con las piernas cansadas y la garganta rota, entre miles de adictos a lo distinto, a la incomodidad del que siempre lucha y lucha y lucha sin otro objetivo que ese, lo vi entre riadas de rojo y blanco. De frente.
Cuando el balón cruza la delgada pero infinita línea que lo separaba, que nos separaba, de hacerle un gol a ese equipo, a mi alrededor se desborda la locura. La más cercana y real manifestación de la locura. Pero esta vez no, esta vez no me dejo llevar por esa marabunta de cuerpos arrojados, de rostros desencajados, de gritos roncos y desesperados. Esta vez, con todo el esfuerzo exigible, me mantuve en pie, sujetándome, mirándolo, sin pestañear. Fue así como pude verlo, tal como sucedió y en el momento en que sucedió, tal como siempre lo había soñado. Fue así como oí mi rabia en su grito, fue así como sentí sus puños apretados a la par que los míos y como las rayas rojiblancas se fundían en su piel. Fue así como lo vi caer de rodillas, mirándome, mirándonos, agarrando sus colores con la furia contenida de todas las miles de almas irracionales que esperaban esa escena. Fue la misma escena que soñé desde niño, cuando ni siquiera había televisión para cada partido y uno escuchaba los domingos la radio del coche de su padre. Cuando no había estrellas mediáticas. Cuando uno soñaba no con ser millonario y tener fama, sino con gritar un gol como ese y apretar los puños y mostrar la camiseta henchido de orgullo a todos los que sueñan como tú.
Después podría hablar del robo, de la injusticia, del resultado, de la decepción. Pero eso sería algo normal, a lo que todos estamos acostumbrados. Sería algo banal, incluso de mal gusto. Y no es momento para eso el día en que me vi como cuando era infante reflejado en ese niño dios que siente la camiseta tal y como la siento yo. Tal y como cualquier aficionado al fútbol, desde su irracionalidad, soñaría que un jugador de su equipo la sintiera. Tal y como el fútbol debería ser. Así es Fernando Torres, más allá de otras cosas. Es alguien distinto, especial, es un niño que soñó con eso, como yo. Es una bendición que nos recuerda con exactitud en cada gesto, en cada entrega, incluso a los ajenos, tal y como el fútbol debería ser.
Gracias.
3 comentarios:
Emocionante articulo, de verdad muy bueno...
Grande Torres.
Por fin el niño!!!!! Grande él, grande el momento, y grandes tus palabras.....
Besos rojiblancos!!!
Qué bonito!!!
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