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lunes

Pum

Era una típica reunión veraniega. Ella había llamado a sus amigas a pasar la tarde en la piscina. Le pareció que sería un buen momento para que conocieran a su nueva adquisición, un escritor fracasado que conoció una noche al cerrar el bar. Como solía ser habitual, necesitaba la aprobación de ellas. El tipo era un buen amante, un tanto egocéntrico pero con una cultura razonable, y a veces, hasta tenía algún detalle. Podía servir, pero necesitaba conocer la opinión de ellas. Estuvieron todas, expectantes, ávidas de reconocer al nuevo material. Entró a la cocina a preparar los cafés y desde allí podía oír el frenesí continuado de su conversación. No paraba de hablar. Podía escuchar la letanía de las historias que ella ya conocía e imaginaba las caras que pondrían sus amigas, una por una, no necesitaba verlas. El escritor fracasado seguía hablando, ya de una manera histriónica, poniendo de manifiesto que tal vez no fuera sólo un tanto egocéntrico, sino algo más. Llegó con los cafés humeantes sobre la bandeja y él ni siquiera hizo caso, empeñado como estaba en mostrar rasgos superficiales de su impostada cultura. El colmo fue una broma sobre su supuesto buen hacer como amante. Ahí algo se quebró. Los gestos de ellas, todavía modestos, educados, sin terminar de definirse, devinieron en un semblante incómodo, en la certeza absoluta de que el condicional había vuelto a resultar negativo. Sin dar tiempo para más se dirigió al cajón y cogió la pistola, amartilló el disparador y colocó el cañón recortado sobre su sien. ¡Silencio! Se acabó, gritó. Las facciones  del escritor se descompusieron por un instante, sin ser conocedor de la broma. Todas sus amigas sabían que aquella pistola era de mentira. Él lo supo segundos más tarde, cuando al grito le sucedieron las risas. Lo que todavía no supo, aunque lo habría de conocer enseguida, es que aquel era un gesto acostumbrado, y que acababa de quedarse, como todos los demás, en el tortuoso camino hacia su corazón.

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