La habitación mostraba una moqueta raída en la que se observaba con facilidad el paso de los años, la puerta estaba entreabierta y al fondo una ventana tintineaba con un cadencioso ritmo movida por el viento. La cortina dejaba entrever la luz a intervalos para enseñar el aspecto desdeñoso de la cama revuelta, cubierta de libros. El camarero, que portaba un simple cubo con hielo, entró con cautela. Por un instante, sintió como si estuviera en un sueño, como si aquel cuarto no perteneciera al hotel sino a una casa deshabitada muchos años atrás. Caminó despacio, esperando encontrar a alguien, y se acercó así al escritorio, poblado de bolígrafos y hojas, apuntes, notas que alternaban perfectas caligrafías e ininteligibles palabras. Pensó que el ilustre escritor habría salido, que habría sido un error eso del hielo a aquellas extrañas horas. Estaba en esas cuando la puerta del baño se abrió silenciosa, y una mujer apenas vestida con un camisón transparente se dirigió hacia la ventana que continuaba con su martirizante tintineo. La cerró, lo que conformó una absoluta penumbra en la habitación, rota segundos después por un encendedor. La mujer encendía un cigarrillo y mientras exhalaba el humo de una primera calada se dirigía al muchacho que había quedado congelado, como el hielo contenido en el cubo, sin saber muy bien qué decir ni qué hacer. Continuó acercándose hasta que sus cuerpos casi se rozaron y entonces le susurró, en la voz más sensual que aquel chico había oído jamás que ya había terminado la página de hoy, que si tendría tal vez unos minutos para descorchar una botella junto a él.
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