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La tristeza

La tristeza era una fría estación del norte. Un lugar austero, con el suelo gastado de soportar tanta pisada renqueante, tantos caminos deambulantes. Una estación con olor a tabaco viejo, paredes amarilleadas y un banco desvencijado en el que no se sienta nadie. Un pasar de trenes cada vez más distantes, silencios interrumpidos, goteras en el techo. Dos ventanillas flanqueadas por tipos grises con corbatas grises, mudos autómatas de una rutina establecida.  La tristeza era abrir la puerta cada tarde y darse cuenta de que afuera no cambiaba nada, las pisadas renqueantes, las corbatas grises y las goteras que calaban el alma.

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