Nunca voy a olvidar cómo desperté a las tres aunque el despertador estaba puesto a las cuatro, ni como metí, con esos nervios silenciados, camisetas que conectan Hamburgo con Bucarest. Bufandas que unen con Madrid. Y me puse a conducir en la noche hacia el momento con el que habíamos soñado por una vida entera.
Nunca voy a olvidar a Edith y John, dos profesores de la Universidad de Virginia a los que les tocó entender que “this is not just a game”, que se trataba de algo más, se trataba de sentimientos, de una manera de afrontar la vida.
Nunca voy a olvidar esa Lisboa tempranera, recién amanecida, que empezaba a colorearse del rojo y blanco que portaban personas sonrientes, henchidas de felicidad, que eran familia sin haberse visto en la vida y, que, de haber podido, se hubieran pasado el día abrazándose los unos a los otros.
Nunca olvidaré a una desgraciada persona que, mientras esperaba a los míos, y disfrutaba de mi soledad con café y croissant, me metió en un remolino de estupideces que debí cortar mucho antes. Porque aquello me pareció un mal augurio.
Nunca olvidaré aquella multitudinaria comida, y ya toda mi otra familia reunida, todos los que nos hicimos hijos de Simeone, y que me faltaban mis hermanos, con los que había estado en todas las finales pero no en ésta. Porque eso me pareció un mal augurio.
Nunca olvidaré cuando sonó el himno de Sabina y algunos fruncieron el ceño y discutimos sobre lo acertado o no de “la ribera del Pupas”. Porque después, aquello también me pareció un mal augurio.
Nunca voy a olvidar aquella foto de mi hijo, Darío, que con tres años y medio le sonreía a su escudo dibujado en el pecho, y compartía conmigo un sentimiento del que no escaparemos nunca.
Nunca voy a olvidar cuando, ya, dentro del estadio, en esas performance que no suelen verse por televisión, vi alzarse aquella gigantesca copa, porque tal vez fue esa la primera vez que me di realmente cuenta de que aquello había dejado de ser un sueño para ser realidad, porque de verdad estábamos allí.
Nunca voy a olvidar cuando Godín se elevó de nuevo para acariciar el cielo, y los rostros estaban desencajados mientras yo trataba de mirar al frente para ver al linier, para ver al portero, para estar seguro de que aquello era verdad y fundirme entonces en unos gritos nunca antes oídos, y acordarme de mis hermanos ausentes, que estarían gritando como yo a muchos kilómetros de distancia, y pensar que aquello nos estaba pasando a nosotros, y casi llorar extrañamente.
Nunca voy a olvidar como justo después de aquello me acordé de alguien que no conozco, el padre de Ennio, y no paraba de repetir en alto una y otra vez que faltaba mucho, que faltaba mucho, que faltaba mucho, demasiado, un mundo, faltaba muchísimo, hasta que el señor de al lado, paciente hasta el infinito, me dijo que estuviera más tranquilo, que el equipo estaba bien, que no nos iban a llegar tan fácil, teniendo toda la razón.
Nunca voy a olvidar lo lento que pasó el tiempo.
Nunca voy a olvidar cómo me pasé aquella eternidad con los dedos corazón e índice de mis dos manos cruzados, ahora arriba, ahora abajo, ahora en los bolsillos, ahora a la espalda, temblorosos, ni las veces que me mordí el labio, ni las veces que soplé, que me giré, que me agaché y levanté de nuevo, ni las veces que mi mirada se cruzaba con el de al lado y nos entendíamos sin decir nada.
Nunca voy a olvidar cuántas veces miré al cielo y cuantas veces menté a Luis. Cuántas veces me tranquilizaba pensar que él nos iba a ayudar, que la vida no puede ser tan simple como para que aquello se nos fuera a escapar. Que tiene que haber algo más, que ha de existir un Dios, o alguna justicia superior que arbitre nuestros destinos y que todo eso debía lógicamente estar de nuestra parte.
Nunca voy a olvidar aquel córner en el que el portero de ellos no sabía si subir a rematar, y miraba al banquillo con una angustia que estaba a punto de liberar, y como vi el balón entrar y lo que había sido la fiesta de nuestras vidas terminó convertido en un entierro inesperado.
Nunca voy a olvidar mi derrumbe, y que ya no pude cantar más, sólo sentarme en el asiento y apenas mirar, como el reo que sube al cadalso esperando la inminente ejecución. Sólo llorar y llorar.
Nunca voy a olvidar que no supe estar a la altura, que justo en ese momento, en contra de lo que nos dicen nuestros evangelios, yo dejé de creer, y mientras once héroes trataban de recomponerse y aguantaban de pie otros veinte minutos más, yo estuve derrotado mucho antes, mientras las miles de gargantas recobraban el aliento y se preparaban para ensalzar la dignidad, también en la derrota, yo sólo supe llorar.
Nunca voy a olvidar aquel viaje de vuelta en soledad, aquel silencio, aquella oscuridad, aquella pesadilla recurrente mientras los kilómetros menguaban por carreteras perdidas donde todo parecía estar de luto. Sabiendo que no había consuelo para aquello y que de alguna manera nos marcaría para siempre.
Nunca voy a olvidar a mi único acompañante en esa vuelta infernal, el mensaje de un niño que decía: “Te quiero mucho papá. He visto el partido con mamá. Somos segundos pero no pasa nada, somos los mejores papá”
Nunca voy a olvidar aquel día. Ni quién somos. Ni por qué lo somos. Ni por qué nuestro orgullo elegante. Ni por qué nuestro el sentido de pertenencia que nos hace únicos. Ni por qué nadie nunca podrá con esto. Ni por qué mil infiernos como éste no podrían con nosotros. Ni por qué seguiremos siempre juntos, hasta el último de los días. O puede que incluso hasta después.
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