Tenía doce años y quería ser inventor. Su nombre era José Manuel. No podía llamarse de otra manera porque José era el nombre de su abuelo paterno y él era el primogénito. La tradición mandaba en aquel tiempo. Pero a su madre no le gustaba del todo ese nombre, por eso le añadió Manuel, que es como a ella le hubiera gustado llamarle. Al fin y al cabo era su niño y tenía derecho a ponerle el nombre que le diese la gana, para eso lo había parido.
José Manuel había nacido en la ciudad donde su madre quería vivir pero pronto terminaron por trasladarse al pueblo donde su padre tenía el trabajo y la familia. Era lo lógico. Fue tan pronto que sus recuerdos de la ciudad no llegaron a formarse y para él la ciudad tan sólo era el lugar donde pasaba las vacaciones en casa de su abuela. Allí pasaba los veranos entre siestas, libros y colecciones de cromos. Las colecciones de cromos le gustaban casi tanto como los libros. A veces, su tía pasaba a recogerlo para llevarlo a la piscina de una cuñada suya y esos días eran increíblemente excitantes porque apenas había dos o tres veces al año en los que él podía bañarse en una piscina. Una vez allí, solía pasar un poco de vergüenza porque no sabía nadar y tenía que darse el chapuzón sin soltarse de la escalera. Pero a pesar de eso, los otros niños no se burlaban de él y eso fue algo que siempre tuvo muy en cuenta.
El pueblo donde vivía era muy pequeño. No estaba muy alejado de la ciudad, pero a pesar de eso, mucha de la gente de allí ni tan siquiera la habían visitado. A ninguno de los niños que conocía en el pueblo le gustaba leer y eso era algo que él no comprendía. José Manuel era el primero de su clase. De hecho un año los profesores decidieron adelantarle un curso y se reunían mucho para encontrar un cauce legal para aquella situación. Ser el primero de la clase no es algo que le costase ningún esfuerzo, era algo con lo que siempre había convivido. Todas las personas mayores siempre hablaban muy bien de él en tiempos futuros, sus profesores diciendo “José Manuel será un gran….”, sus vecinos diciendo a sus hijos “Aprende de José Manuel, que él será…”, sus padres que le decían “Hijo, sigue así y no serás…”. Pero esa era otra de las cosas que no entendía, la cantidad de cosas que la gente mayor quería que él fuese o dejase de ser cuando estaba claro que él lo que iba a ser es inventor.
Lo que más le gustaba a José Manuel de los días en que entregaban las notas era llegar a casa y ver la sonrisa y la mirada de su madre. Entonces, José Manuel no imaginaba todavía cuanta esperanza había en aquellas sonrisas, cuanto orgullo en aquellas miradas. Su madre nunca cocinaba albóndigas, ni pisto, ni bacalao después de una entrega de notas y eso era una conquista de la que él era perfectamente consciente. Su padre siempre veía las notas después, al anochecer, que era cuando regresaba del trabajo. Y aunque José Manuel lo esperaba en la puerta con el boletín en la mano, su padre nunca quería saber los resultados nada más bajarse del furgón, sudoroso y sucio después del duro día de faena. Siempre se duchaba primero y luego, como en un ritual, se sentaba en su mecedora favorita para saborear aquella previsible buena noticia. Solía terminar diciendo: “Eres un fenómeno. Ven, he traído algo para ti”. Y aparecía con alguna lectura coleccionable que compraba en el quiosco del pueblo de al lado. José Manuel abría el paquete satisfecho y orgulloso y hundía su nariz en el olor del libro nuevo porque no
había nada en este mundo que le gustase más que el olor de un libro nuevo.
Casi veinte años después, con tantos libros, nuevos y viejos, como fracasos a las espaldas y mientras bebían cerveza para olvidar Dios sabe qué en una noche de invierno, un amigo, para elogiar su turbadora dialéctica, le espetó:
- “José Manuel, tu deberías haber sido político”
Él, con una sonrisa trágica, miró al horizonte muriéndose de nostalgia y le dijo:
- “No, lo que yo debería haber sido es inventor”
©José Luis Pineda Requena
Córdoba, 22 de Noviembre de 2005
José Manuel había nacido en la ciudad donde su madre quería vivir pero pronto terminaron por trasladarse al pueblo donde su padre tenía el trabajo y la familia. Era lo lógico. Fue tan pronto que sus recuerdos de la ciudad no llegaron a formarse y para él la ciudad tan sólo era el lugar donde pasaba las vacaciones en casa de su abuela. Allí pasaba los veranos entre siestas, libros y colecciones de cromos. Las colecciones de cromos le gustaban casi tanto como los libros. A veces, su tía pasaba a recogerlo para llevarlo a la piscina de una cuñada suya y esos días eran increíblemente excitantes porque apenas había dos o tres veces al año en los que él podía bañarse en una piscina. Una vez allí, solía pasar un poco de vergüenza porque no sabía nadar y tenía que darse el chapuzón sin soltarse de la escalera. Pero a pesar de eso, los otros niños no se burlaban de él y eso fue algo que siempre tuvo muy en cuenta.
El pueblo donde vivía era muy pequeño. No estaba muy alejado de la ciudad, pero a pesar de eso, mucha de la gente de allí ni tan siquiera la habían visitado. A ninguno de los niños que conocía en el pueblo le gustaba leer y eso era algo que él no comprendía. José Manuel era el primero de su clase. De hecho un año los profesores decidieron adelantarle un curso y se reunían mucho para encontrar un cauce legal para aquella situación. Ser el primero de la clase no es algo que le costase ningún esfuerzo, era algo con lo que siempre había convivido. Todas las personas mayores siempre hablaban muy bien de él en tiempos futuros, sus profesores diciendo “José Manuel será un gran….”, sus vecinos diciendo a sus hijos “Aprende de José Manuel, que él será…”, sus padres que le decían “Hijo, sigue así y no serás…”. Pero esa era otra de las cosas que no entendía, la cantidad de cosas que la gente mayor quería que él fuese o dejase de ser cuando estaba claro que él lo que iba a ser es inventor.
Lo que más le gustaba a José Manuel de los días en que entregaban las notas era llegar a casa y ver la sonrisa y la mirada de su madre. Entonces, José Manuel no imaginaba todavía cuanta esperanza había en aquellas sonrisas, cuanto orgullo en aquellas miradas. Su madre nunca cocinaba albóndigas, ni pisto, ni bacalao después de una entrega de notas y eso era una conquista de la que él era perfectamente consciente. Su padre siempre veía las notas después, al anochecer, que era cuando regresaba del trabajo. Y aunque José Manuel lo esperaba en la puerta con el boletín en la mano, su padre nunca quería saber los resultados nada más bajarse del furgón, sudoroso y sucio después del duro día de faena. Siempre se duchaba primero y luego, como en un ritual, se sentaba en su mecedora favorita para saborear aquella previsible buena noticia. Solía terminar diciendo: “Eres un fenómeno. Ven, he traído algo para ti”. Y aparecía con alguna lectura coleccionable que compraba en el quiosco del pueblo de al lado. José Manuel abría el paquete satisfecho y orgulloso y hundía su nariz en el olor del libro nuevo porque no
había nada en este mundo que le gustase más que el olor de un libro nuevo.
Casi veinte años después, con tantos libros, nuevos y viejos, como fracasos a las espaldas y mientras bebían cerveza para olvidar Dios sabe qué en una noche de invierno, un amigo, para elogiar su turbadora dialéctica, le espetó:
- “José Manuel, tu deberías haber sido político”
Él, con una sonrisa trágica, miró al horizonte muriéndose de nostalgia y le dijo:
- “No, lo que yo debería haber sido es inventor”
©José Luis Pineda Requena
Córdoba, 22 de Noviembre de 2005
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