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martes

Merecer

Como no tengo nada nuevo que contar, en esos días aprovecharé para ir colgando cositas no publicadas. Repasando los escritos no colgados y con el ánimo de poner alguno acorde a mi estado de ánimo, me doy cuenta de que la mayoría de las cosas que he escrito tienen un halo de tristeza. Casi todas. Las de la época del desamor, por supuesto, pero luego, cuando todo se calmó, esa vena triste se ha mantenido... pero bueno, así es la literatura, jeje. En este sentido una especial mención a Maite de nuevo, que me inspiró algo alegre en los últimos tiempos. A pesar de los relatos, que son ficción, mi vida es una fiesta, lo sabéis. :-)

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Merecer

Ninguno de los dos hubiera imaginado que aquella escena acontecería en la realidad de sus vidas. Y sin embargo allí estaban, despidiéndose a pie de pista en el aeropuerto militar de Torrejón de Ardoz. Él destino a Kosovo. Ella, de regreso al letargo de su amor.

Eran novios de toda la vida. Fue ella quien una vez que él terminó de forma brillante su ingeniería, le apremió para que recalase en el ejército. Su familia tenía tradición militar y ella sabía que su padre sería muy feliz si la saga continuase, aunque fuera a través del yerno. A él, que le faltaba decisión sobre qué hacer con su vida y que le sobraba vocación y amor devoto por ella, le pareció una estupenda idea. Así, por mor de su brillante expediente, ingresó de alférez en el ejército.

Todo transcurría acorde a la normalidad y se creían felices, pero en estas llegó Milosevic y sus genocidas y tras tanta ignominia, las fuerzas salvadoras –que gracia- de los civilizados estados occidentales decidieron purgar su mala conciencia haciendo labor humanitaria donde quizás ya fuese demasiado tarde. Pero en fin, seamos benévolos, más vale tarde que nunca. Y así se vieron, a pie de pista de un aeropuerto militar diciéndose adiós entre lágrimas y parabienes. Así se miraron y se dijeron. Como en las películas. Pero en la triste realidad.

- Ojalá vuelvas rápido. Cuida que no te pase nada y puedas volver pronto Julián. Cuídate mucho, cuídate mucho mi amor. Y piensa en mí cada día.

- Te voy a querer toda la vida, y más allá de la vida Mercedes. Porque voy a lo desconocido y el miedo me paraliza. Pero el miedo de no verte. Te escribiré todos los días hasta que vuelva. Escribe mucho mi amor.

Esas fueron las últimas palabras que se dijeron.

Los meses pasaron y él fue fiel a su promesa de amor eterno y fidelidad debida. Le escribió una carta cada uno de los días que pasó en Kosovo. Durante el día trabajaba sin cesar y durante la noche se refugiaba en su amor y su litera para escribirle, incluso cuando empezaron a dejar de llegar las respuestas.

Para ella, los meses fueron años y paulatinamente, empezó a enfriar la tinta en sus palabras, para finalmente dejar de contestar aquellas fervorosas a un tiempo y desoladas a otro, cartas de amor. Siguió recibiendo una carta cada día y llegado un punto, ni siquiera quiso leerlas. El oprobio y la desidia se lo impedían así que optó por arrojarlas a un fuego imaginario.

Los compañeros de misión humanitaria vieron como Julián fue deteriorándose de a poquito, sin saber por qué. Aunque estas cosas siempre se intuyen. Un día, en la taberna, alguno de ellos quiso ser bálsamo y cercanía y se aventuró a decirle:

- Tal vez haya llegado el momento de pasar página, ¿no crees? No tiene sentido martirizarse. Solo nos faltan unos meses para la vuelta y si no es ella, habrá más mujeres, más tarde o más temprano. Un hombre no debería afligirse por otra mujer que no fuera su madre. Madre no hay más que una pero de las otras…hombre por favor, si das una patada a una piedra y salen un montón.

Él lo miró con todo el desprecio que fue capaz de aglutinar y se resignó. ¿Qué sabía aquél estúpido? Ellos no entendían. Él la amaba por toda su vida, por más allá de toda su vida así que dónde estaba el hueco para la resignación. Ni su existencia ni lo que fuese a venir después tendría sentido sin ella. Qué sabían ellos. Qué podría hacer él.

Un tiempo después regresó a Madrid con una ausencia en el alma y un dolor sin remedio. Intentó contactar con Mercedes por activa y por pasiva pero todo fue en vano. No vivía en el mismo sitio, no tenía el mismo teléfono. Habló con los padres y ellos, en tono compasivo le dijeron que no podían hacer más de lo que ya habían hecho. Ellos sabían que no era justo, que él no merecía aquel calvario pero ellos no eran ella. Y ella había cambiado. No quería volver a verlo. Y además fue lo suficientemente cobarde como para no poder siquiera decírselo a la cara.

Pasó el tiempo. Él bebió para olvidar. Ella encontró otro amor. Y otro, y otro más. Y fue así como la vio, entre risas, besos y arrumacos de diseño con uno de sus últimos amores. La observó andando por la acera a través de la cristalera de un bar cualquiera de aquella concurrida avenida. Apoyó las palmas de sus manos en el cristal y un halo de desesperación atravesó la calle y en una bofetada del destino la golpeó haciéndole girar levemente, como por casualidad, la vista para verlo a través de aquel cristal, transido de amor. Cesaron las risas y los besos, disimuló los arrumacos. Hundió su mirada en la tierra y avanzó. Sintió la vergüenza, la ajena y la propia, empujarla hacia la nada.

Dos calles más abajo, los fingidos arrumacos, las risas y los besos volvieron como si nada hubiera pasado, como si todo fuese tan fácil.

Dos copas más tarde a él seguía horadándosele el alma sin alcanzar a comprender los intersticios de la vida. Y así, entre trago y trago, sellaba aquella certeza que había ido forjando entre tanto dolor y desamor, sin encontrar una respuesta, sin encontrar un recodo de receso. Desgraciadamente, la vida no es merecer.

©José Luis Pineda Requena
Córdoba, 1 de Mayo de 2006

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