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miércoles

Revelación


Este es un relatito inspirado en Maite, una de esas personas con las que uno no se encuentra todos los días. Fue un placer conocerla. Y no sé qué vendrá después.



“No fue un sueño,
lo vi:
La nieve ardía.”


Ángel González

Revelación

Tenía veinticinco años y las cosas muy claras en la vida. Las casualidades, el azar, le dieron el único nombre que podía tener y que además podría servir de eje de toda esta historia. Esperanza, la esperanza aparecida.

Era una muchacha preciosa. Rubia, de ojos extrañamente achinados y facciones tan dulces que las palabras no harían justicia al describir. Vivía sola en un apartamento en Barcelona al que llegó después de varios años de convivencia con un novio al que tuvo que dejar porque solo pensaba en cosas como el baloncesto. Un novio que llegaba a casa buscando el mando a distancia del televisor sin percatarse de sus anhelos, de las velas, de los pergaminos, del verso en su sonrisa. Ella lo dejó por imposible y se retiró a su soledad, a su reflexión. Tenía todo lo que se ha de tener para ser feliz pero también tenía plena conciencia de que faltaban piezas en el puzzle, faltaba por explotar el juego de su amor.

Esperas un príncipe azul y los príncipes azules no existen hija, le decía su madre con frecuencia, en el amargor de la experiencia. Ella rebatía sin argumentos para no terminar de postrarse al dictado gris del amor convencional. Yo no pido tanto como crees, acababa diciendo a su madre. Son pequeñas las cosas que yo espero, mamá y su madre sonreía, tal vez, viéndose reflejada en su tierna bisoñez.

Lo encontró como no podía ser de otra manera, por purita casualidad. En uno de esos viajes que cada cierto tiempo solía organizar al sur. La llamada de la sangre, de sus ancestros, la hacían regresar de cuando en cuando a perderse en esas ciudades del sur donde el tiempo parece estar detenido y donde sus gentes parecen vivir en vidas tan diferentes a su transitar cotidiano.

Para él, verla fue una revelación. Una bendición, terminaría diciéndole. La literatura ha escrito demasiadas cosas acerca del amor y él las había leído todas, sin remisión. Las había ido incrustando en su alma de a poquito durante toda su vida y hasta ahora su experiencia había sido frustrante. ¿Dónde estaba la realidad de sus libros? Aquel día, al verla por primera vez, desde la balaustrada de su balcón, cual Romeo con los espacios cambiados, dudó. Y fue prudente, porque era prudencia lo que le exigía la triste realidad de los días sin amor. Dudó y se asustó. Tenía tanto sentimiento no entregado, acumulado, que a veces su presión le asfixiaba en el pecho. La posibilidad sola de que se abriese un orificio para derramar aquello que venía guardando toda una vida le atemorizó.

Conversaron todo un día entero con su noche. Y se reconocieron el uno al otro. Hablaron de la vida y sobre todo del amor. Ella le contó cómo lloró el día que conoció el amor eterno, el de más allá de la muerte, el que ansiaba y esperaba, reflejado en una pareja de ancianos y a él aquello le trajo a la memoria una película que, como no, ella tenía entre sus favoritas. Él le habló del amor en los tiempos del cólera y de leyendas de princesas árabes y de tantas y tantas declaraciones de amor que había conocido. Las mismas que ella había soñado. Resultó que el amor que estaba en los libros de él era idéntico al de los sueños de ella. Escuchó de su boca tantas cosas que había leído y dijo tantas otras que ella había soñado que todo se fundió. Realidad, literatura y sueños por fin se alineaban formando el eclipse más extraño jamás imaginado. Y así, la luz del día los invadió mostrándoles que estúpidamente el tiempo no se había detenido, tal y como todo parecía indicar. Tal y como debería haber sido en un mundo mejor diseñado.

La acompañó a la estación del tren donde ella habría de regresar de nuevo hacia su vida, a cientos de kilómetros de la suya. Le regaló un libro y unos versos. Nos volveremos a ver. Ella lloró de la emoción y él hubiera bebido en el cáliz de su amor cada una de las lágrimas que brotaban de aquellos ojos tan extraños. El tren partió y él volvió a casa con sus cimientos sacudidos, esta vez en la alegría. Volvió con la tranquilidad que le dejaba en el alma la representación real de que tantos libros y poetas no podían errar. Y en la certeza de que era el resto del mundo quien estaba equivocado.

Ella no supo que pensar. Hubo mucho ruido … y al final llegó el final (*).

©José Luis Pineda Requena
Córdoba, 21 de Mayo de 2006

(*) Sabina dixit.

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