Una vez escuché a una famosa actriz decir que siempre había querido conocer París de la mano de un hombre que la amase de verdad. Había sacralizado esa idea y después de mucho tiempo esperando, decidió hacer el viaje junto a su padre. Me resultó una anécdota conmovedora porque yo, que tenía esa misma ilusión desde mucho antes de oírsela a la actriz, estaba cansado de esperar. Así que un día, desempolvé del estante a Baudelaire, Verlaine y Rimbaud, los metí en una mochila y me largué a París. Solo.
La ciudad de la luz me recibió fría y soleada. Pero para mí simplemente pisar ese suelo y sentir aquel aire en el rostro ya era una experiencia casi mística. Debía buscar un hotel o algún lugar para dormir pero el día era demasiado bueno y había esperado tanto tiempo que no me apeteció desperdiciarlo en algo que todavía me quedaba tan lejano, dormir. Ya habría tiempo para eso. Me fui directo a MontMartre, a pasear por sus calles e inundarme de bohemia en esos pasajes que tanto conocía a través de los poetas malditos. Esos a los que alguien una vez clasificó como simbolistas, algo que yo nunca entendí por más explicaciones que busqué, para mí eran simplemente mis benditos poetas malditos. Así que me senté a releerlos e inundarme de sol en la concurrida terraza de un precioso café llamado la maison rose.
Aquella joven se sentó en mi mesa, frente a mí, en el único hueco que quedaba libre en la abarrotada terraza. Esbozó un gesto tímido con la mirada queriendo decir ¿puedo? Yo asentí. Era una chica más o menos de mi edad que vestía con un aire informal que yo bauticé como parisino. Sí, vestía con aire parisino. Su rostro decía muchas cosas pero sobretodo sus ojos enmudecían. Tenía una de esas miradas que uno cruza muy pocas veces en su vida. Pidió una copa de anís afrutado, empezó a fumar un cigarro que ella misma había liado mientras sacó de su mochila un libro y se puso a leer. Las fêtes galantes, de Paul Verlaine. Saboreaba aquellos placeres terrenales con una suavidad digna de otro mundo. Era claro que aquello sólo podía ocurrir en París.
Me rebullí inquieto en aquel cómodo sillón y perdí toda la concentración en mi lectura, que curiosamente era una antología del príncipe de los poetas. La complicidad estaba más que servida. Al cabo de un rato, compartíamos conversación y bebidas. Hablamos del tiempo, de España, de mi sueño en París y eso nos llevó ineludiblemente a la literatura. Nos fuimos sintiendo cómodos, cada vez más cómplices y hablábamos y hablábamos. Ella me explicó todo Verlaine, al que idolatraba, a quien conocía como a su propia sombra. Yo seguía sin comprender el simbolismo. No hay símbolos en estos versos le dije, y ella sonreía, entendiéndome. Fumamos juntos, bebimos juntos. Hablaba y hablaba sin parar de aquella generación de poetas malditos. Mis benditos. Yo escuchaba absorto. Tenía su voz una pulsión indescriptible. Me transmites paz, le dije, pero la realidad es que me transmitía otra cosa que me sentí torpe para describir. Entonces me dijo ven, quiero enseñarte algo.
Caía la noche sobre París y me llevó caminando hasta la escalera de las luces, en la parte alta de la calle chevalier de la barre, justo antes de llegar a la bonne. Las subimos en silencio, mirando las luces de los lados que se desplegaban como luciérnagas derretidas, bajo una oscura noche, sin luna. Al llegar arriba, nos giramos y mirando hacia abajo me contó que fue allí donde Verlaine intentó matar a Rimbaud por primera vez. Ebrio de amor y de absenta, poseído por los celos, arrojó al joven poeta escaleras abajo después de haberle dicho al oído uno de los más bellos versos de amor que se han escrito jamás. Pregunté cuál con mi mirada y ella me lo susurró al oído en lo que fue el momento más dulce de cuantos hoy puedo recordar. Vamos a brindar con absenta, le dije. Por Verlaine, por el amor, por París.
Tomamos un taxi que nos llevó hasta un minúsculo local del que ni siquiera recuerdo el nombre en el que nos sentimos solos entre mucha gente y donde había un trompetista solitario haciendo del jazz la banda sonora de la noche. Nuestra noche. Allí brindamos con absenta, la mezclamos con el vino. Nos emborrachamos, ante el triste y magnífico recuerdo de la tumultuosa vida de aquellos poetas y bajo la magia de aquel inesperado encuentro que la vida nos regaló. Nos besamos hasta enloquecer. Nos miramos y nos besamos, sin tregua, y ya no hubo más palabras.
Al salir de aquel lugar, rompía el día en París. El horizonte rojizo nos recibía y caminamos de regreso a ninguna parte. A la orilla del Sena nos detuvimos, quizás preguntándonos ¿ahora qué? Y fue en ese momento, con Marie al frente, mirándome fija a los ojos con esa inescrutable mirada, dueña de mí, mientras le amanecía París a la espalda cuando yo supe por qué demonios llamaban ciudad luz a aquel destino tantas veces soñado. Lo vi en sus ojos.
La ciudad de la luz me recibió fría y soleada. Pero para mí simplemente pisar ese suelo y sentir aquel aire en el rostro ya era una experiencia casi mística. Debía buscar un hotel o algún lugar para dormir pero el día era demasiado bueno y había esperado tanto tiempo que no me apeteció desperdiciarlo en algo que todavía me quedaba tan lejano, dormir. Ya habría tiempo para eso. Me fui directo a MontMartre, a pasear por sus calles e inundarme de bohemia en esos pasajes que tanto conocía a través de los poetas malditos. Esos a los que alguien una vez clasificó como simbolistas, algo que yo nunca entendí por más explicaciones que busqué, para mí eran simplemente mis benditos poetas malditos. Así que me senté a releerlos e inundarme de sol en la concurrida terraza de un precioso café llamado la maison rose.
Aquella joven se sentó en mi mesa, frente a mí, en el único hueco que quedaba libre en la abarrotada terraza. Esbozó un gesto tímido con la mirada queriendo decir ¿puedo? Yo asentí. Era una chica más o menos de mi edad que vestía con un aire informal que yo bauticé como parisino. Sí, vestía con aire parisino. Su rostro decía muchas cosas pero sobretodo sus ojos enmudecían. Tenía una de esas miradas que uno cruza muy pocas veces en su vida. Pidió una copa de anís afrutado, empezó a fumar un cigarro que ella misma había liado mientras sacó de su mochila un libro y se puso a leer. Las fêtes galantes, de Paul Verlaine. Saboreaba aquellos placeres terrenales con una suavidad digna de otro mundo. Era claro que aquello sólo podía ocurrir en París.
Me rebullí inquieto en aquel cómodo sillón y perdí toda la concentración en mi lectura, que curiosamente era una antología del príncipe de los poetas. La complicidad estaba más que servida. Al cabo de un rato, compartíamos conversación y bebidas. Hablamos del tiempo, de España, de mi sueño en París y eso nos llevó ineludiblemente a la literatura. Nos fuimos sintiendo cómodos, cada vez más cómplices y hablábamos y hablábamos. Ella me explicó todo Verlaine, al que idolatraba, a quien conocía como a su propia sombra. Yo seguía sin comprender el simbolismo. No hay símbolos en estos versos le dije, y ella sonreía, entendiéndome. Fumamos juntos, bebimos juntos. Hablaba y hablaba sin parar de aquella generación de poetas malditos. Mis benditos. Yo escuchaba absorto. Tenía su voz una pulsión indescriptible. Me transmites paz, le dije, pero la realidad es que me transmitía otra cosa que me sentí torpe para describir. Entonces me dijo ven, quiero enseñarte algo.
Caía la noche sobre París y me llevó caminando hasta la escalera de las luces, en la parte alta de la calle chevalier de la barre, justo antes de llegar a la bonne. Las subimos en silencio, mirando las luces de los lados que se desplegaban como luciérnagas derretidas, bajo una oscura noche, sin luna. Al llegar arriba, nos giramos y mirando hacia abajo me contó que fue allí donde Verlaine intentó matar a Rimbaud por primera vez. Ebrio de amor y de absenta, poseído por los celos, arrojó al joven poeta escaleras abajo después de haberle dicho al oído uno de los más bellos versos de amor que se han escrito jamás. Pregunté cuál con mi mirada y ella me lo susurró al oído en lo que fue el momento más dulce de cuantos hoy puedo recordar. Vamos a brindar con absenta, le dije. Por Verlaine, por el amor, por París.
Tomamos un taxi que nos llevó hasta un minúsculo local del que ni siquiera recuerdo el nombre en el que nos sentimos solos entre mucha gente y donde había un trompetista solitario haciendo del jazz la banda sonora de la noche. Nuestra noche. Allí brindamos con absenta, la mezclamos con el vino. Nos emborrachamos, ante el triste y magnífico recuerdo de la tumultuosa vida de aquellos poetas y bajo la magia de aquel inesperado encuentro que la vida nos regaló. Nos besamos hasta enloquecer. Nos miramos y nos besamos, sin tregua, y ya no hubo más palabras.
Al salir de aquel lugar, rompía el día en París. El horizonte rojizo nos recibía y caminamos de regreso a ninguna parte. A la orilla del Sena nos detuvimos, quizás preguntándonos ¿ahora qué? Y fue en ese momento, con Marie al frente, mirándome fija a los ojos con esa inescrutable mirada, dueña de mí, mientras le amanecía París a la espalda cuando yo supe por qué demonios llamaban ciudad luz a aquel destino tantas veces soñado. Lo vi en sus ojos.
©José Luis Pineda Requena
Córdoba, 1 de diciembre 2006
8 comentarios:
Ya veo que esta semana estas influenciado por la absenta y los poetas malditos (o benditos). Buen relato;eres un crack!!
Un besito.
París cuanta magia y cuanto arte crea.
Saludos
José Luis ...te felicito, me encanta tu forma de redactar,es tan clara y tan emotiva. Me recuerda la canción ...la vida es rosa, sabes esa ciudad para mí es demasiado especial, no pasé el tiempo que quería pasar pero la conocí y me enamoré de París.
Besos.
Qué historia tan conmovedoramente tierna...
Hay que ir a un lugar que te llama desde lejos para descubrir el por qué de esa atracción. Y esper algún día descubrir esa magia que tu viste en Paris, en la Italia de mis sueños :)
Un abrazo
Me encanta como escribes. Lo describes todo con una naturalidad que hace que me transporte a la situación.
Genial!!!
...Siempe nos quedará París...
Me ha encantado el relato, tan diáfano pero tan profundo.
Tengo que regresar a Paris... y a Londres... y a Roma.
Un saludo
Lili, llevas razón, aunque yo creo que el Polonio tambien le ha influenciado... no es normal
siento joder la introducción pero no fue decisión d la actriz (Gwyneth Paltrow). Su padre cuando ella tenía unos 15 años le regaló el viaje, los dos solos, sin madre ni hermanos, con la excusa definida. Que conociera París, visitándola con una persona q supiera qu el aiba a querer por siempre. Y ese sí es mi sueño
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