El asfalto era un océano de cristales rotos. Iluminaban la noche que el silencio oscurecía. Abrió los ojos con dificultad y aquella luminosidad le dio miedo. Un silencio que la asustaba se veía interrumpido por un extraño zumbido interior. No sabía dónde estaba, ni tampoco qué hacía allí. No podía moverse. Era extraño. Todo era una oscuridad iluminada por cristales rotos. Sentía un calor en su espalda, como si un líquido viscoso y caliente se estuviera derramando sobre ella. Aquella sensación despaciosa y lenta la reconfortaba. Trató de moverse de nuevo, pero no lo consiguió. Entonces el miedo la estremeció por completo al recordar a Rubén y trató de buscarlo con la mirada pero no podía moverse. Lo intentó de nuevo, esta vez con todas sus fuerzas, y sólo consiguió que una lágrima fría se deslizara sobre sus mejillas. La respiración se le aceleraba y una angustia creciente iba apoderándose de ella. Trató de visualizar a Rubén y lo recordó al volante, encendiendo un cigarrillo, diciéndole lo poco que le había gustado la forma de actuar de su hermana. Vio el perro en mitad de la carretera. Cómo el animal los miró y cómo ellos no tuvieron tiempo de mirarse. Ni de decirse nada. Oscuridad. Silencio. Todos los cristales rotos.
©José Luis Pineda Requena
Córdoba, 01 de mayo 2011
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