Todo empezó aquella mañana fría en el hospital, al descolgarse de la camilla preso de un dolor asfixiante buscando aliento, ayuda, buscando cualquier cosa. La enfermera acudió presta a suministrarle un calmante y al abrir el armario de los medicamentos, casi por casualidad, se vio reflejado cristal que cubría el anverso de la puerta. Pudo ver su rostro deformado, los ojos enrojecidos, su cabeza sin pelo a la que nunca iba a terminar de acostumbrarse y por un momento el dolor físico se detuvo y le hirió mucho más aquella imagen desconocida. Fue en ese momento cuando supo que nadie, ni siquiera aquella maldita enfermedad del diablo, iba a arrebatarle algo que tanto le había costado conservar durante toda la vida, la dignidad. Se terminó, no volvería a la clínica ni al tratamiento. Una vez el sedante hubo hecho su efecto se despidió con cortesía de los doctores y enfermeras, que lo despidieron con gesto escéptico y compungido, y se marchó para no regresar nunca más.
Tomó un taxi para regresar a casa. Al llegar, advirtió al servicio para que no le sirviesen el almuerzo pues iba a descansar un rato y subió directamente a dormir. Despertó a las doce de la noche. La casa estaba silenciosa y oscura. Demasiado tarde para llamar a Peter. Tendría que esperar hasta mañana. Se sentía bien, solía sucederle tras el descanso después de aquellas infames terapias así que tomó un baño y se vistió. Decir que lo hizo con su mejor traje sería una veleidad porque todos sus trajes eran el mejor traje. Vestía con un rigor y elegancia exquisitos y no había un detalle que escapase a la pulcritud de su atuendo. Despertó al servicio para que le sirviesen la comida y cenó, solo, en el extremo de una mesa rectangular y larga, secundada a los lados por retratos de su familia y acompañándose por tres velones como única pero suficiente luz. Tomó oca con ciruelas, acompañada por un Oporto exquisito y nada más terminar se retiró a la biblioteca.
Se sirvió una copa caliente de cognac A.E. Dor que él mismo preparó.
Abrió el cajón donde solía guardar los cigarros puros y tomó un Cohiba Behike, la última novedad que le habían mandado desde La Habana. Llevaba doce años sin fumar. Encendió el puro, aspiró suavemente, expiró, y saboreó el cognac. Ojeó la biblioteca tras la cortina de humo que le dejaba el Cohiba y topó con La montaña mágica. Tomó el libro y empezó a releerlo. A las nueve de la mañana telefoneó a Peter, le dio instrucciones precisas sobre lo que necesitaba y lo citó a las seis de la tarde. Después, avisó al servicio para que lo despertasen a las tres de la tarde y subió a dormir.
Al despertarse el dolor empezaba a jugar con su espina dorsal. Almorzó y retrasó la hora del té hasta la llegada de Peter. Al llegar se saludaron con la misma sobriedad con la que lo habían hecho los últimos treinta años desde aquel día en que Peter le salvó la vida en un sinuoso pantano de Saigón de donde ambos salieron consiguieron salir vivos milagrosamente. Tomaron el té y hablaron durante una hora. Peter escuchaba la mayor parte del tiempo. No emitió ningún juicio, ninguna opinión. Simplemente asintió, y al despedirse lo abrazó tal vez más fuerte que nunca. Se miraron fijamente, con el cristal de los ojos acuoso, torcieron el gesto y se dijeron adiós.
El dolor se le estaba haciendo insoportable así que se encerró en la biblioteca y se inyectó la primera dosis. 15 miligramos. Pasados tres, cuatro minutos se sintió como un hombre nuevo. Terminó de leer a Thomas Mann y al llegar la medianoche se acostó.
15 miligramos para cinco, seis horas de vida. Así durante una semana. Había olvidado la sensación del dolor. Había vuelto a sentirse digno. Disfrutó de los placeres que le habían acompañado toda su vida, recuperó sus recuerdos, obtuvo serenidad. Y entonces, aquella noche, meticulosa y elegantemente vestido como siempre, se inyectó la última dosis. 500 miligramos. Se tumbó mirando el techo en la cama, que una vez fuera tálamo de amor y ahora sería lecho de muerte y cerró los ojos. Sintió su sangre galopar sobre su cuerpo sereno, un fuerte calor lo invadió y perdió la noción del tiempo. Pero antes de que aquellos tres, cuatro minutos finalizaran, se sintió orgulloso de haber sido feliz en aquel inhóspito mundo pero sobre todo, se sintió satisfecho de poder abandonarlo así, con la dignidad que siempre había imaginado.
Tomó un taxi para regresar a casa. Al llegar, advirtió al servicio para que no le sirviesen el almuerzo pues iba a descansar un rato y subió directamente a dormir. Despertó a las doce de la noche. La casa estaba silenciosa y oscura. Demasiado tarde para llamar a Peter. Tendría que esperar hasta mañana. Se sentía bien, solía sucederle tras el descanso después de aquellas infames terapias así que tomó un baño y se vistió. Decir que lo hizo con su mejor traje sería una veleidad porque todos sus trajes eran el mejor traje. Vestía con un rigor y elegancia exquisitos y no había un detalle que escapase a la pulcritud de su atuendo. Despertó al servicio para que le sirviesen la comida y cenó, solo, en el extremo de una mesa rectangular y larga, secundada a los lados por retratos de su familia y acompañándose por tres velones como única pero suficiente luz. Tomó oca con ciruelas, acompañada por un Oporto exquisito y nada más terminar se retiró a la biblioteca.
Se sirvió una copa caliente de cognac A.E. Dor que él mismo preparó.
Abrió el cajón donde solía guardar los cigarros puros y tomó un Cohiba Behike, la última novedad que le habían mandado desde La Habana. Llevaba doce años sin fumar. Encendió el puro, aspiró suavemente, expiró, y saboreó el cognac. Ojeó la biblioteca tras la cortina de humo que le dejaba el Cohiba y topó con La montaña mágica. Tomó el libro y empezó a releerlo. A las nueve de la mañana telefoneó a Peter, le dio instrucciones precisas sobre lo que necesitaba y lo citó a las seis de la tarde. Después, avisó al servicio para que lo despertasen a las tres de la tarde y subió a dormir.
Al despertarse el dolor empezaba a jugar con su espina dorsal. Almorzó y retrasó la hora del té hasta la llegada de Peter. Al llegar se saludaron con la misma sobriedad con la que lo habían hecho los últimos treinta años desde aquel día en que Peter le salvó la vida en un sinuoso pantano de Saigón de donde ambos salieron consiguieron salir vivos milagrosamente. Tomaron el té y hablaron durante una hora. Peter escuchaba la mayor parte del tiempo. No emitió ningún juicio, ninguna opinión. Simplemente asintió, y al despedirse lo abrazó tal vez más fuerte que nunca. Se miraron fijamente, con el cristal de los ojos acuoso, torcieron el gesto y se dijeron adiós.
El dolor se le estaba haciendo insoportable así que se encerró en la biblioteca y se inyectó la primera dosis. 15 miligramos. Pasados tres, cuatro minutos se sintió como un hombre nuevo. Terminó de leer a Thomas Mann y al llegar la medianoche se acostó.
15 miligramos para cinco, seis horas de vida. Así durante una semana. Había olvidado la sensación del dolor. Había vuelto a sentirse digno. Disfrutó de los placeres que le habían acompañado toda su vida, recuperó sus recuerdos, obtuvo serenidad. Y entonces, aquella noche, meticulosa y elegantemente vestido como siempre, se inyectó la última dosis. 500 miligramos. Se tumbó mirando el techo en la cama, que una vez fuera tálamo de amor y ahora sería lecho de muerte y cerró los ojos. Sintió su sangre galopar sobre su cuerpo sereno, un fuerte calor lo invadió y perdió la noción del tiempo. Pero antes de que aquellos tres, cuatro minutos finalizaran, se sintió orgulloso de haber sido feliz en aquel inhóspito mundo pero sobre todo, se sintió satisfecho de poder abandonarlo así, con la dignidad que siempre había imaginado.
©José Luis Pineda Requena
Córdoba, 15 de noviembre 2006
8 comentarios:
En mi opinión, eso no es dignidad, eso es cobardía. Pienso que la dignidad de la muerte está en el modo de afrontarla. La muerte y el dolor consiguen su dignidad cuando son aceptadas y vividas en toda su dimensión física, psicológica y espiritual.
La muerte no tiene dignidad ni falta de ella. Es la vida lo que debería sentirse orgulloso de haber vivido con dignidad, la muerte, sólo es el cierre, solo es el final del ciclo, el punto necesario para terminar la historia :)
Pero no estoy de acuerdo con el anónimo en que eso sea cobardía. Nadie tiene derecho a juzgar las decisiones de los demás, y menos desde la perspectiva propia, cuyas circunstancias, pensamientos y sentimientos son tan diferentes.
Un abrazo
Creo que un enfermo terminal encuentra la dignidad en como haya vivido, en enfrentarse a la enfermedad hasta el último instante viviendo plenamente sin perder su propia personalidad que no su físico.
Saludos
José Luis...te felicito por la forma como haces el relato. Opinar con respecto a lo que sucedió, no puedo, cada quien es dueño y responsable de sus actos, pero también hay que tomar en cuenta el grado de sufrimiento de la persona.
Besos.
A veces morir en la única opción, unas veces se muere para poder seguir viviendo y otras...simplemente porque ya llegó el final...
.........Bonito relato.
Un abrazo.
En total desacuerdo con el anónimo. Eso no es cobardía, es todo lo contrario, es la valentía de afrontar una decisión de forma serena tanto para uno mismo como para los familiares que lo único que hacen es sufrir en situaciones que son irreversibles.
Tampoco era mi intención iniciar un debate sobre la moralidad o no del suicicio.
Pero si he de posicionarme soy más bien del pensamiento de que cada uno haga con su vida lo que le plazca. Probablemente es lo único que nos pertenece de veras.
Pero no perdamos el norte que no es más que un relato de ficción.
Besos y gracias por leerme.
Un precioso relato, con su propia belleza . No creo que haya que polemizar con lo que cada uno entendemos por dignidad (en la muerte o en la vida).
Besos
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