Golpear el xilófono era su manera de comenzar el día, la primera cosa que hacía cuando despertaba desde que tenía ocho años. Despertar y tocar el xilófono, a veces un golpe seco, rápido, acelerado, a veces una melodía entusiasmada. A veces un trámite y a veces un placer, pero siempre el xilófono. Desde los ocho años, en aquella adolescencia febril en la que le avergonzaba decir a sus amigos que sabía tocar aquel extraño instrumento, en aquellos años de felicidad postrera, en la travesía en el desierto, en la que en las mañanas no sólo estaba el sonido del xilófono sino también un triste olor a whisky.
Ahora que de nuevo el sol se filtraba limpio a través de la ventana, que su vida estaba a punto de desdoblarse, que respiraba felicidad en cada esquina de su vida, observaba el instrumento ya vencido, ajado por el tiempo, tal vez la única cosa a la que se había mantenido fiel en su vida. Y posaba las manos en su vientre. Y sonreía.
©José Luis Pineda Requena
Córdoba, 23 de julio de 2010
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