El libro había aparecido por casualidad. Una casualidad como otra cualquiera de las que paso a paso, lo fueron separando en su vida de aquella mujer primera, siempre presente en cada palabra, en cada estremecimiento, en cada exigua aparición de la poesía. De casualidad en casualidad uno compone su camino, se aleja del principio y de repente se mira las manos, y las ve manchadas por dentro, con arrugas inevitables, pero todavía capaces de sentir, de leer, con los ojos cerrados.
Se pregunta cómo estará ella, qué habrá sido de su vida. Tal vez esté muerta. Quien sabe si tal vez ha rondado en la manzana de al lado durante años sin ni siquiera un tropiezo. Las casualidades son así, son caprichosas. Trata de pensar en ella, y no puede si no recordar su tez blanca, la suavidad de su piel, su sonrisa infantil. Trata pero no puede imaginarla si no como era, como trataría de reconocerla aun ahora que el tiempo ya le ha pasado por encima.
Vuelve a mirar sus manos envejecidas, y cierra los ojos de nuevo. Sabe que todo es una quimera, pero en ese frugal instante, mientras lee las páginas amarilleadas de aquel libro, y las rimas de los versos despiertan la música en su interior, y revive las sensaciones no como si fuera ayer, sino como si fuera hoy mismo, piensa que ninguno de todos estos años han pasado, que la vida todavía aguarda, que podrá buscar nuevas casualidades.
Ya no quiere mirar más sus manos.
©José Luis Pineda Requena
Córdoba, 21 de octubre de 2011
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