Subía cada mañana en el metro, un viejo tren que empezaba a circular y en el que apenas subían cinco, seis personas. Buscaba un asiento libre, al azar, y se ponía a leer. Cuando se llegaba al final del trayecto los pasajeros comenzaban a subir para empezar un viaje en el sentido contrario. De cuando en cuando levantaba la vista de la lectura y encontraba alguna cara conocida. Entre la enorme marabunta siempre se registran determinadas rutinas. A veces tomaba notas en un cuaderno. Sol: 08:37. Antón Martín: 12:50. Leía y leía, hasta que terminaba el libro que estuviera leyendo. Entonces, fijaba la vista en la primera mujer atractiva que llamaba su atención y comenzaba a seguir sus pasos. Bajaba del tren cuando ella lo hacía, subía a la superficie, caminaba tras su estela y esos pasos a veces lo llevaban a la puerta intraspasable de un lujoso portal, a un bar en el que tomar una cerveza disimuladamente a su lado o a barriadas de miseria y mal. Nunca se dio el lujo de hablar con ninguna de ellas. Simplemente les tomaba distraidamente una foto, les asignaba un nombre inventado y les escribía el relato de su día. Era fiel hasta el punto en que la aventura terminaba. Ahí, él le componía un final.
Francine era el relato número diez mil. Tal vez la redondez del número habían hecho de aquello algo inevitable, pero lo cierto es que cuando llegó la hora de dar la vuelta y regresar a casa a convertir en ficción aquella historia, se acercó hasta la puerta donde aquella chica rebuscaba entre sus llaves para abrir la puerta y se lo dijo: Eres la número diez mil, ya no puedo esperar más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario